Nos gusta pensar que el mundo se divide en buenos y malos. Que hay villanos por naturaleza y héroes incorruptibles. Que la maldad es algo ajeno a nosotros. Pero, ¿y si no fuera así? ¿Y si, bajo ciertas circunstancias, cualquiera pudiera cometer actos que jamás imaginó?
El psicólogo Philip Zimbardo lo demostró con su famoso experimento de la prisión de Stanford. En cuestión de días, jóvenes comunes y corrientes se transformaron en opresores y víctimas, no por su carácter, sino por el contexto en el que fueron situados. No eran malvados ni sádicos, simplemente personas normales atrapadas en una dinámica de poder que los llevó a cruzar límites inesperados.
Este fenómeno, que Zimbardo bautizó como el Efecto Lucifer, nos recuerda que la línea entre el bien y el mal no es fija. El poder sin control, la falta de supervisión, la deshumanización del otro… Todo esto puede hacer que cualquiera actúe de forma que nunca hubiera imaginado. Y no es solo una teoría académica. Lo vemos en la vida cotidiana: en el abuso de autoridad, en la indiferencia ante la injusticia, en el "simplemente obedecía órdenes" que ha justificado tantas atrocidades a lo largo de la historia.
Pero si el entorno puede llevarnos a la oscuridad, también puede impulsarnos hacia la luz. Si somos conscientes de cómo el contexto influye en nuestras decisiones, podemos evitar caer en dinámicas destructivas. Podemos cuestionar, resistir y, sobre todo, actuar con empatía.
Al final, la pregunta no es si somos buenos o malos, sino qué hacemos para evitar convertirnos en lo que juramos que nunca seríamos.
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